El apagón

Sólo fueron unas horas, pero ¡qué horas! No olvidaré qué hacía y dónde estaba cuando se fue la luz. Y cuando al cabo de un rato no volvía. Y cuando podimos oír alguna noticia que hablaba de apagón general masivo.

Quiénes teníamos conexión íbamos siguiendo la actualidad y compartiendo informaciones que parecían casi apocalípticas en aquellos primeros momentos. El miedo y el estupor se iban intercalando en mi cuerpo. Se hablaba de apagón en España, Portugal, Francia, se llegó a mencionar Italia, incluso Chile y Colombia. Y ante una situación geopolítica mundial como la que tenemos, a una se le ponían los pelos de punta y el cerebro a pensar, no sé si más de la cuenta o acertadamente. Hace nada nos pedían que tuviéramos preparada una mochila de emergencia para 72 horas, y de repente… ¡zas! ¡La mochila! ¡Que no la preparé! Que pensaba que era una gilipollez. Hace nada que nos pedían que tuviéramos preparada la mochila y ahora quizás la necesitáramos… 

Y el cerebro venga, en ebullición. Y más ante la falta de información fidedigna en aquellas primeras horas en las que todos y todas, creo, estábamos en xoc, y algunos pensando en cómo volver a casa.

Y nos dimos cuenta de que si no hay luz, no tenemos nada. Se cayeron las comunicaciones, no había red telefónica, ni datos, ni wifi. Se pararon los trenes, metros y tranvías. Había que pagar en efectivo en los pocos comercios abiertos porque no funcionaban los datáfonos. Se pararon los ascensores, los semáforos. De repente el mundo se desconectó y sólo nos teníamos a nosotros mismos, y a quién tuviésemos físicamente al lado, como mucho. Y recordé lo distinto que es vivir en una ciudad que en un pueblo. Aquí, en la metrópolis, vas rodeada de gente a todas horas, pero nadie te mira a la cara.

Se apagó el mundo, nuestro mundo, mi mundo.

Se apagó el mundo, nuestro mundo, mi mundo. Y mientras volvía a casa, las calles de Barcelona parecían que habían vuelto a Sant Jordi, con toda la gente por la calle, andando, sólo que esta vez no llevaban rosas, ni libros, sino barras de pan y pilas para sobrevivir no se sabía cuanto tiempo en un mundo que se apagó. Ay, el mundo analógico. Cuando llegué a casa, me tocó bajar a por una radio a pilas, que era la única forma de poder saber qué estaba pasando y si vivíamos un apocalipsis o una avería sin precedentes, o ambas cosas. Por suerte, el propietario de una tienda de electrodomésticos del barrio decidió abrir a eso de las siete de la tarde precisamente por si alguien necesitaba una radio o unas pilas. Y vaya si había gente necesitada. La cola no tardó en formarse, las pilas se iban agotando… y las radios también.

Y llegó la noche. Y en mi casa se hizo de noche. Por la ventana veía algunos afortunados que tenían luz. Yo no. Llegó pasadas las once y media. Hasta entonces, iba con linternas y la radio a pilas.

Por unas horas volvimos al mundo analógico. Y por unas horas me di cuenta de lo dependientes que somos de la luz. Y cómo de horribe es esta dependencia, como todas. Porque yo no sé tu, pero yo, a diferencia de quienes dicen que “se rencontraron con ellos y con sus vecinos durante estas horas”, me sentí muy angustiada cuando me vi incomunicada, sin saber qué estaba pasando ni poder tener noticias de los míos. Y sí, lo analógico funcionó. Y la radio, mi querida radio, volvió a ser tabla de salvación y conexión con el mundo.

PD: La realidad (casi) siempre supera la ficción.

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